Comentario
Para retardar lo más posible el ineluctable ataque, el comandante de la isla decidió, después de evacuar a la escasísima población civil (compuesta esencialmente de trabajadores coreanos encargados de la construcción y conservación de los aeródromos), enterrarse literalmente en el suelo volcánico de la infernal isla. Poco antes lanzó a la guarnición una primera directiva que presagiaba ya la alucinante dureza que adquirirían los combates: "Cada hombre, antes de morir, deberá haber dado muerte a diez norteamericanos."
Los hombres de Kuribayashi comenzaron febrilmente a excavar un enorme y profuso laberinto de túneles (uno de ellos tenía 18 kilómetros de longitud), blocaos, galerías, emplazamientos disimulados de armas automáticas o morteros, trincheras, abrigos, refugios y caminos cubiertos. Trabajaban sin interrupción, en turnos, las veinticuatro horas del día, y lo hacían en condiciones penosísimas, equipados de molestas máscaras antigás para resistir los efectos del volcanismo de la isla, que se manifestaba en peligrosas emanaciones sulfurosas que causaron varias asfixias, y también, en profundidad, en un calor abrumador.
Pronto toda la importante artillería de la guarnición estuvo instalada en grutas o fortines de hormigón armado comunicados entre sí por galerías, caminos cubiertos, y separados por densos campos de minas y emplazamientos subterráneos desenfilados de armas dispuestas para efectuar tiros cruzados o de revés. Para este imponente complejo defensivo Kuribayashi supo también aprovechar la mayor parte de las grutas y oquedades de la isla, que abundaban sobre todo en las laderas del Suribachi y en las regiones central y septentrional de la meseta de Motoyama. El trabajo de los zapadores y soldados japoneses fue tal que los norteamericanos se vieron enfrentados en varias ocasiones a fortines o casamatas de muros de cemento armado de dos metros de espesor enterrados bajo "techos" de 18 metros de arena y piedras volcánicas dispuestas en capas.
Numerosas grutas profundas fueron provistas de raíles sobre los que se montaron cañones pesados que sólo asomaban al exterior para hacer los disparos, y otras oquedades o refugios naturales fueron dotados de indestructibles portalones de acero capaces de resistir a formidables acumulaciones de explosivos. La densidad de las obras de fortificación de Iwo Jima fue tal que, según el historiador militar norteamericano R. Leckie, en un área rectangular de 1.000 por 200 metros, en Motoyama, había ochocientos blocaos de todo género y tamaño, casi uno por cada 250 metros cuadrados, la extensión de un piso grande.
El 5 de febrero de 1945 el "Arrozal de Yamato" -servicio de escuchas de la Rengo Kantai- advirtió a Iwo Jima que las comunicaciones norteamericanas se centraban de nuevo, esta vez ininterrumpidamente, en la región de las Bonin, y que de ello podía deducirse, sin temor a error, que la hora decisiva para la isla había llegado. El aviso contrarió un tanto a Kuribayashi, que aún se fortificaba y todavía no había terminado, y ya no terminaría jamás, la monstruosa galería subterránea norte-sur de 50 kilómetros (incluidas sus ramificaciones) sobre la que pensaba articular toda la defensa.